He terminado de ver "El espejo", de Andrei Tarkovski. Su autobiografía.
Me ha gustado cómo mezcla el color, el blanco y negro, el sepia, las imágenes documentales.
Entre estas últimas, me han impresionado las de los niños españoles que están a punto de coger el barco que los llevará a Rusia, muchos de ellos para no volver.
Las miradas, unas de incomprensión, otras de resignación y asunción.
La continuidad de la catástrofe.
Una niña con su muñeca en brazos, otra que descubre una mancha en su vestido.
Lloros, desesperación.
Tristeza infinita.
Y ese padre, comiéndose a besos a su hija, a la que no volverá a ver.
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Entra el sol por la ventana de la dacha, en medio del bosque, iluminando los tablones del suelo, llenando de luz la estancia. Flores secas, y los ruidos del campo, como una continua presencia:
el agua, el viento, el fuego.
Y los sueños:
"Volver a aquellos lugares amados hasta el dolor, donde estaba la casa de mi abuelo, donde hace cuarenta años nací sobre la mesa del comedor.
Cuando quiero entrar en la casa, algo me lo impide. A menudo tengo ese sueño. Y cuando veo las paredes de troncos y la oscuridad del zaguán, ya en sueños sé que sólo lo sueño. Y la alegría se ensombrece a la espera del despertar.
A veces ocurre algo y no vuelvo a soñar con la casa, y los pinos en torno a la casa de mi infancia. Entonces me hace falta y espero con impaciencia ese sueño, en el que volveré a ser niño, y volveré a sentirme feliz sabiendo que todo lo tengo por delante, que aún todo es posible."
Es el sueño de Tarkovski, pero podría ser el nuestro.