Llueve.
En la calle, el agua corre por el arcén, llevándose con ella los restos del domingo.
En el cristal de la ventana, tras los visillos, las gotas van cayendo como cae la luz
a esa hora, aún temprana.
Los últimos vecinos se van retirando, dejando caer el telón en esta tarde de invierno,
que se apaga como una pasión, dulce y lánguidamente.
A mi lado, sobre la mesa camilla, iluminada por la lámpara roja, la litografía tan triste:
el niño, el perro, la soledad...
La farmacia parece dormida. Como el pueblo. Como la tarde.
Y yo, la cabeza pegada al cristal, sigo disfrutando de la belleza de la lluvia, de las luces
de la calle que comienzan a encenderse, mientras se apaga la tarde, y todo parece
un poema de Bernabé Herrero, de Fortún, de González-Blanco...
Aunque yo esto, entonces, no lo sabía.
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