Hoy me he acordado de aquellas noches. Dejad que os cuente.
Veréis...Lo primero, situaos: un pueblo pequeño. Más pequeño. Pequeñísimo.
Provincia de León. Hacia la montaña. Mil metros de altitud. Una noche de invierno, un mes
cualquiera; pero de invierno, eso sí, porque la temperatura bajaba de los cinco grados
bajo cero, y porque los lobos, buscando presas fáciles, se hacían sentir a escasos
metros de la casa.
Pues esas noches eran mágicas.
Las cenas eran sencillas, el calor de la cocina nos envolvía...Recuerdo el sonido de la
pala al cargar el carbón...
Nos juntábamos muchos a la mesa: tíos, primos, amigos...
Cenábamos rápido, muy rápido, porque lo que esperábamos con ansiedad era el
momento de recoger la cocina. Entonces daba comienzo el milagro de las historias: cuentos
y memorias, mitad vividas, mitad soñadas, sobre nohes de inviernos interminables,
jornadas de caza dignas de una novela rusa, sobre frío, mucho frío. Y sobre lobos.
Muchos lobos.
¿Os imagináis lo hermoso, lo absolutamente extraordinario que era para unos niños, al fin y
al cabo de ciudad, escuchar una historia sobre lobos y acto seguido salir a la carrera al
patio para, arropados aún por el misterio, por aquel hermoso miedo infantil, dejarnos
envolver por los sobrecogedores aullidos que llenaban la noche?
Mientras, la chimenea consumía los tuérganos de brezo, y el reloj centenario daba las
horas, avisándonos de lo poco que quedaba para que todo aquello fuera sólo un recuerdo,
una nostalgia feliz en forma de noche gélida, llena de estrellas, atravesada de lado a lado
por las luces de un tren que pasaba veloz, como la infancia, para no volver.